
Son muy escasos los estudios sobre racismo y antirracismo en España, enfocados como tales (Favell, 1998; Geddes, 2003; Gómez-Reino, 2012; Azarmandi, 2017), en parte porque en España el racismo tiende a subsumirse en el análisis de la cuestión migratoria.
Aun así, la mayoría de los análisis sobre racismo y discriminación contra inmigrantes producidos en Europa, tanto a nivel local como global, se han ceñido a países con una larga historia de recepción de migraciones, como Alemania, Francia y el Reino Unido (Thomson y Crul, 2007).
La asociación casi exclusiva del racismo con las migraciones, que en el sur de Europa son relativamente recientes en comparación con otros países europeos, tiene varias implicaciones, que generan otros tantos ángulos muertos: en primer lugar, reduce el racismo a la xenofobia y a los problemas derivados de la ausencia de derechos de ciudadanía o la diferencia cultural. Pensar que las únicas víctimas de racismo son «los inmigrantes» significa sostener la ficción de la «integración» cultural y legal como solución al racismo, o bien, cuando las diferencias culturales y legales se suavizan o eliminan y el racismo persiste, lleva a considerar la condición de inmigrante como permanente y hereditaria, de ahí la idea de que existen inmigrantes de primera, segunda generación y sucesivas. En segundo lugar, invisibiliza a colectivos que son objeto de racismo y no son migrantes, como los gitanos y gran parte de los habitantes de Ceuta y Melilla. En tercer lugar, considera que el racismo (y el antirracismo, por tanto) son fenómenos tan recientes en España como la propia inmigración. Eso justificaría que no existan apenas discursos y prácticas políticas sobre el racismo producidos desde la izquierda, y quizás también explica la extrañeza y hasta el rechazo que producen las teorías del racismo producidas en otras latitudes, a las que de entrada se supone no aplicables al contexto español. Y, en cuarto lugar, esa idea de que España está afrontando un fenómeno nuevo, y que los conceptos que se utilizan son importados, invisibiliza no solo la preexistencia del racismo en España sino también el hecho de que es en España y en sus colonias donde se comenzó a producir el racismo moderno (Perceval, 1997; Fredrickson, 2002; Van Dijk, 2005; Wallerstein, 2011; Grosfoguel, 2008, 2012a; Maldonado-Torres, 2008, 2014).
También es importante en esa relativa ausencia de análisis sobre el racismo en España la idea de que este se relaciona con una serie de prejuicios ligados a la raza biológica, que serían más propios de otros lugares del mundo que de Europa (Stolcke, 1995 [1993]; Wieviorka, 1994), y especialmente del sur de Europa debido a la mezcla genética entre ambas orillas del Mediterráneo y la relativa indistinción de sus habitantes (Bail 2008). Al contrario, sería la cultura y no la «raza» (biológica) la que, en España como en otros lugares, determina el grado de aceptación o rechazo de la diferencia, en la medida en que también facilita una mayor o menor integración en la sociedad española. Por esa razón, es frecuente que se suponga que los latinoamericanos, por su afinidad cultural, son mejor recibidos que los magrebíes, pese a su cercanía geográfica. Esa sería la prueba de que la cuestión está en la cultura y no en la «raza» (Díez Nicolás y Ramírez Lafita, 2001; Aparicio, 2007; Escandell y Ceobanu 2009; Flores, 2015). Un elemento que coadyuva a esta idea de que es la diferencia cultural la que explica las percepciones positivas o negativas sobre la inmigración se basa, como han señalado Pettigrew (1998), Bail (2008) y Flores (2015), en que los estudios realizados en España han tomado como muestra, principalmente, las opiniones de los nativos sobre los inmigrantes propiamente dichos, es decir lo que se suele llamar «primeras generaciones» (Colectivo Ioé, 1995; Desrues y Pérez Yruela, 2006, 2007), y de manera secundaria las percepciones de estos últimos sobre la discriminación. Esto puede incurrir en dos sesgos: en el primer caso, pueden intervenir por un lado estereotipos más o menos preformados sobre los países de procedencia y, sobre todo, un factor de deseabilidad social que impida la expresión de opiniones fácilmente identificables como racistas. Y en el segundo caso, la diferencia cultural y en general los problemas de adaptación a la vida del país, incluidos los legales, tienen evidentemente un peso elevado, pero las fronteras sociales sobre las que se construye la discriminación cambian cuando se modifican esas condiciones.
De acuerdo con el modelo propuesto por Flores (2015), que aplica a la realidad española, la discriminación de las personas de origen migrante —no solo migrantes en sentido estricto— depende de factores diversos y cambiantes. No solo de su nivel de aculturación o cercanía previa con la cultura local (en el caso de los migrantes hispanohablantes, por ejemplo) sino también de su grado de visibilidad, en lo que interviene entre otros el factor racial-biológico, pero también los signos de pertenencia a una cultura percibida como extraña (el uso del hiyab, por ejemplo). La combinación de ambos factores puede dar lugar a resultados paradójicos, ya que si la aculturación —o «integración»— en principio lleva a una menor discriminación, también es cierto que las personas que son percibidas visiblemente como de origen migrante (por su aspecto físico, por ejemplo) pueden sentirse más discriminadas cuanto mayor es su nivel de aculturación. Es en realidad el mismo proceso que se ha dado en otros lugares de Europa, cuando los inmigrantes dejan de ser extranjeros (y por tanto susceptibles de volverse a sus países) y pasan a ocupar y a reivindicar un espacio propio en la sociedad:
El asentamiento definitivo, unido a la reagrupación familiar, conlleva, con el tiempo, una mayor visibilidad de los inmigrantes, y, con ello, de la diferencia étnica, cultural y religiosa que representan. Ya no son sólo hombres que trabajan y poco más. Ahora son mujeres y niños que pasean por las calles de las ciudades, que asisten al colegio, que van a los hospitales, etc. Con todo ello, se edifican mezquitas, se abren carnicerías halal, se ven adolescentes con pañuelo, etc. En suma, los signos exteriores del Islam aumentan, por lo que éste se hace más visible en el espacio público. (Desrues y Pérez Yruela, 2008: 10)
No obstante lo anterior, que es una explicación de cómo la islamofobia sustituye a la xenofobia, es decir, cómo a medida que los inmigrantes se arraigan en el país se hace menos visible su extranjería pero más su diferencia religiosa, el estudio de René Flores, del que se tratará con más detalle más abajo, concluye que entre los hijos de migrantes musulmanes nacidos o criados en España, la discriminación se atribuye más a criterios de tipo nacional o racial-biológico que propiamente a la diferencia religiosa (Flores, 2015: 239). Esto nos lleva directamente a la cuestión de la islamofobia y su relación con otras formas de racismo.
La islamofobia, en el contexto español, es un elemento que, por una parte, se solapa con el racismo y la xenofobia, y en ese sentido es percibido, igual que estos, como un fenómeno reciente en comparación con otros países de Europa. Pero por otra, al contrario de lo que suele ocurrir con el racismo y la xenofobia en términos generales, la cuestión de la islamofobia sí invoca con cierta frecuencia la historia, en concreto la dialéctica medieval entre moros y cristianos (Fredrickson, 2002; Aidi, 2006; Aparicio, 2007; García et al., 2012). Este recurso lo encontramos ya en algunos de los primeros análisis sobre la inmigración magrebí en España (cf. López García, 1993; Viguera Molins, 1995), pero es sobre todo en los discursos que surgen a partir de la década del 2000 donde se establece más insistentemente esa relación. No obstante, como ocurre con el racismo en general,
rara vez se hace referencia al colonialismo español en el Magreb y a Ceuta y Melilla como antecedentes de la relación de España con poblaciones musulmanas. En ese sentido, se salta directamente del siglo XV (o de principios del XVII, contando con la cuestión de los moriscos) a la última década del XX.
En el caso español, el discurso de rechazo o temor centrado en el islam surge más tarde que en el resto de Europa, debido al hecho de que la inmigración musulmana es más tardía respecto a países como Gran Bretaña, Alemania o Francia. A partir de la década del 2000 y concretamente de los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, aumentaron de manera significativa los trabajos sobre las ideas de islamofobia o de racismo antimusulmán, que respondían justamente a la proliferación de literatura y discursos mediáticos y políticos que explotaban esos tópicos (Desrues y Pérez Yruela, 2008; Ramírez y Mijares, 2008; Planet Contreras y Moreras, 2008; López Bargados, 2009; Bravo López, 2012; Ramírez, 2014; Alba Rico, 2015; Karvala, 2016, Planet Contreras, 2018ab). Varios de estos autores y autoras acusan las múltiples definiciones que existen de la idea de islamofobia y se preguntan en qué momentos o en qué circunstancias puede empezar a hablarse de islamofobia o de racismo antimusulmán en lugar de racismo a secas, xenofobia o morofobia, es decir, de rechazo a la figura clásica y estereotipada del moro. Desrues y Pérez Yruela (2008) consideran que la aparición del islam y los musulmanes como sujetos sociológicos en el contexto español se produce a partir de ese giro que se da entre 2001 y 2004, ya que antes lo que existía, en todo caso, era una problematización de la cultura marroquí o magrebí, un «filtro étnico», como lo había llamado Bernabé López García (2002, 2005) y no islamofobia propiamente dicha. Es decir, que el criterio para poder hablar de islamofobia es que exista un cuestionamiento del islam como credo y como práctica:
[…] para que haya Islamofobia [sic] debe haber rechazo de los musulmanes por su identificación con un Islam percibido como amenaza. El rechazo por otros motivos como el origen nacional, el color o la cultura es xenofobia, racismo o «nuevo racismo». Por ello, para que surja la Islamofobia deben confluir dos fenómenos: la consideración del Islam como amenaza, y, por otro, la identificación de esa población con ese Islam amenazante (su identificación como musulmanes por encima de cualquier otra forma de identidad). (Desrues y Pérez Yruela, 2008: 3)
Particularmente, no me parece útil esa distinción porque creo (y en el trabajo de campo y las entrevistas se refleja) que no se verifica en la práctica. La islamofobia no es únicamente un estigma de base religiosa, sino «una expresión emblemática del racismo biopolítico contemporáneo» (Tyrer, 2013: 21), cuyo leitmotiv es la religión pero que aparece enmarañada con otros resortes de alterización e inferiorización —como el racismo, el sexismo y los prejuicios de clase— (Hajjat y Mohammed, 2016: 25). En España en particular, la islamofobia no me parece separable, ni siquiera analíticamente, de los imaginarios sobre la figura del moro; no ya el moro del siglo XV sino de los prejuicios y filtros «étnicos» que se desplegaron sobre la inmigración marroquí y argelina de finales del siglo XX, en los que también se invocaba el factor religioso (López García, 2002, 2005).
Extracto de la Tesis Doctoral «Islamofobia, racismo e izquierda: discursos y prácticas del
activismo en España»
Por Daniel Gil Flores