
«La islamofobia es por tanto una ideología ligada a un proyecto imperial»
Todos los imperios requieren violencia para sostenerse. (Kundnani, 2017: 35)
En su obra clásica Orientalismo (1978) Edward Said concluía analizando el papel que los árabes estaban ocupando en el imaginario popular estadounidense desde el término de la Segunda Guerra Mundial. Dos hitos se habían producido respecto a la situación de preguerra. En primer lugar, una reconfiguración internacional de fuerzas, en virtud de la cual las antiguas potencias coloniales, Francia y el Reino Unido, no ocupaban ya el centro de la escena política mundial. Todas las partes del mundo que habían estado colonizadas se hallaban ahora vinculadas a Estados Unidos a través de una compleja red de intereses, decía Said, por lo que la academia estadounidense y otros actores como los medios de comunicación habían tomado el relevo y rearticulado a través de nuevas disciplinas la producción de conocimiento sobre Oriente (Said, 2008 [1997]: 377). Por otro lado, el genocidio de los judíos europeos durante la guerra, seguido por la creación del Estado de Israel en 1948 habían modificado los parámetros sobre los que se asentaba el «problema judío» y el antisemitismo. Los judíos, en Estados Unidos particularmente, adquirían en la imaginación popular rasgos heroicos asociados a la empresa de colonización sionista (y que eran similares a los rasgos con los que se adornaba a los colonos-civilizadores europeos), mientras que los árabes recibían toda la carga de estereotipos del antisemitismo, que no les eran ajenos —pues también se les consideraba «semitas»— pero que hasta entonces habían recaído sobre los judíos. En palabras de Said, «el judío de la Europa prenazi se ha bifurcado: lo que ahora nos encontramos es un héroe judío conformado a partir de un culto reconstruido del orientalista-aventurero-pionero (Burton, Lane, Renan), y su sombra rastrera, misteriosamente temible, que es el árabe oriental» (ibíd.: 378). En otros términos, el «argumento central» del orientalismo, que era «el mito del desarrollo interrumpido de los semitas» —término que incluía tanto a árabes como a judíos—, «se bifurcó en el movimiento sionista; uno de los semitas siguió el mismo camino que el orientalismo y el otro, el árabe, se vio obligado a seguir el del oriental» (ibíd.: 405).
«Los judíos solo fueron reconocidos como europeos cuando salieron de Europa y en la medida en que se comportaron y se comportan como europeos, es decir: como sionistas» (Alba Rico, 2015: 32) y los árabes tomaban su lugar entre otras cosas porque amenazaban el proyecto de colonización sionista en Palestina. En los años setenta se reforzó la figura del árabe como elemento perturbador de la existencia de Israel y, por extensión, de Occidente. Como señala Finkelstein (2002 [2000]: 17-28), la derrota árabe en la guerra de los Seis Días (1967) dio un giro decisivo en la política de Estados Unidos en favor de Israel y marcó las percepciones posteriores de la sociedad estadounidense, incluidas las organizaciones judías, respecto al sionismo y respecto al holocausto, cuestiones ambas que hasta entonces habían tenido un efecto muy leve.(59)La guerra de 1967 supuso la extensión práctica de la colonización israelí al conjunto del territorio palestino y más allá.
En el campo árabe, tuvo unos efectos devastadores que superaron el nivel político-militar y se transmitieron a «la totalidad de planos y facetas de la existencia árabe contemporánea —especialmente en el Mašriq(60)— para constituirse en un hecho absorbente, clave y totalitario, en trauma integral» (Martínez Montávez, 1985: 190). Esa imagen de derrota, narra Said, fue recogida en Estados Unidos. Los árabes «habían dejado de ser el vago estereotipo de unos nómadas camelleros para pasar a ser una caricatura aceptada que los mostraba como la imagen misma de la incompetencia y de la derrota; este era todo el margen que se les daba» (Said, 2008 [1997]: 377). Aún después de la guerra, en noviembre de 1967, el responsable del programa de Estudios de Oriente Medio más antiguo de Estados Unidos, el de la Universidad de Princeton, ratificaba la insignificancia de los árabes escribiendo en un informe sobre el estado de su área de estudios que, puesto que Oriente Medio y el norte de África no eran ni se iban a convertir en un futuro próximo en centro de grandes logros culturales ni de interés político, su interés académico era limitado y «el estudio de la región o sus lenguas, por tanto, no constituyen ninguna recompensa en lo que se refiere a la cultura moderna» (Berger, 1967: 16). (61)
Sin embargo, la derrota también supuso un punto de inflexión en la resistencia palestina, que a partir de entonces se haría mucho más visible. El desenlace de la guerra convenció a la mayoría de agentes políticos palestinos de que debían ser ellos los protagonistas de la lucha de liberación, lo que, dada la enorme disimetría respecto al enemigo, solo podía llevarse a cabo con tácticas de guerrilla desde los países fronterizos (Jordania y Líbano) o con acciones armadas deslocalizadas. Se incrementó entonces rápidamente la actividad y presencia internacional de las organizaciones palestinas, tanto las ya existentes como las que aparecieron en la estela de la nueva situación (Kapitan, 1997: 30; López García, 1997: 226-230). Entre las primeras estaba la Organización para la Liberación de Palestina ( اﻟﻔﻠﺳطﯾﻧﯾﺔ اﻟﺗﺣرﯾر ﻣﻧظﻣﺔ OLP), creada en 1964 como organización paraguas de carácter fundamentalmente político, pero que en 1969 adquirió un carácter más militar por la dirección de Yasir Arafat, líder de la organización armada Fatah ( ﻓﺗﺢ ﺣرﻛﺔ ). Entre las segundas, el Frente Popular para la Liberación de Palestina ( ﻓﻠﺳطﯾن ﻟﺗﺣرﯾر اﻟﺷﻌﺑﯾﺔ اﻟﺟﺑﮭﺔ FPLP), (62) fundado en 1967, que se dio a conocer rápidamente a través de una larga serie de atentados, muchos de ellos en aviones y aeropuertos de todo el mundo, y que además involucró a agentes de la extrema izquierda occidental (Del Río, 2012: 17-18). El atentado contra el equipo israelí en la Olimpiada de Múnich de 1972, reivindicado por la organización Septiembre Negro ( اﻷﺳود أﯾﻠول ), consolidó la internacionalización del conflicto palestino y la construcción mediática y política del «terrorismo árabe», que se incorporó rápidamente a la cultura popular a través del cine, la literatura, el cómic, etc.
El carácter anticolonial y revolucionario que exhibían estas organizaciones, unido a la intensa represión israelí, que se cebó sobre objetivos civiles en Líbano, Siria y Jordania, logró por otra parte que estas acciones armadas ganaran cierta simpatía en algunos sectores de las sociedades europeas (Kapitan, 1997: 30).
Otro hito importante fue la guerra árabe-israelí de 1973, llamada guerra de Ramadán, guerra de Octubre o guerra de Yom Kipur, que según Edward Said fue la que acabó de perfilar a los árabes como amenaza, a través de la llamada «crisis del petróleo». A pesar de la escasa incidencia del conflicto bélico en el statu quo territorial, sirvió como desagravio simbólico para Egipto por la derrota de 1967 y a la vez también reforzó en Israel la idea de que no existiría una derrota definitiva de los árabes. Pero sobre todo, la guerra se asoció al boicot decretado por los países árabes exportadores de crudo e Irán, que decidieron establecer restricciones de suministro y subidas unilaterales de precios para forzar a Estados Unidos y otros países aliados de Israel —Canadá, Reino Unido, Holanda y Japón— a adoptar medidas tendentes a la consecución de una paz justa. El impacto de la crisis en la economía estadounidense, unido a la percepción de que los árabes, por primera vez, tenían capacidad de afectar con sus decisiones la vida de millones de ciudadanos occidentales, hizo que comenzaran a ser vistos como un peligro. Se reutilizaron entonces algunas de las representaciones antaño asociadas al «peligro judío»:
Sin embargo, después de la guerra de 1973 los árabes empezaron a perfilarse como una gran amenaza. Aparecían constantemente dibujos que mostraban a un sheij árabe de pie al lado de un surtidor de gasolina. Estos árabes, no obstante, eran claramente «semitas»: sus agudas narices de gancho y su malvada sonrisa bajo el bigote recordaban a una población no semita que los «semitas» estaban detrás de «todos» nuestros problemas. En este caso, el problema era principalmente la escasez de petróleo. El ánimo popular antisemita se transfirió suavemente del judío al árabe, ya que la figura era más o menos la misma. (Said, 2008 [1997]: 377)
La capacidad de presión que otorgaba la posesión de petróleo a los árabes era, naturalmente, objeto de discusión. Puesto que los árabes hasta entonces habían sido considerados como pueblos de escasa entidad (piénsese en Palestina, donde su realidad cultural o nacional ni siquiera se reconocía) y eran representados en el cine y los medios de comunicación como irracionales, sádicos, viles, lascivos, intrigantes, esclavistas, indeseables y otras características similares (ibíd.: 379), la pregunta que «naturalmente» se imponía era si pueblos de tan escasa cualificación moral tenían derecho a poseer esas vastas reservas de energía y mantener amenazado al mundo «libre» y «desarrollado».
El conflicto de Palestina fue, pues, uno de los ejes principales sobre los que se construyó la «amenaza árabe», no solo porque propiciara la irrupción de los árabes como sujeto político en escenarios e imaginarios occidentales sino también porque el papel otorgado a Israel como avanzadilla de la «civilización occidental» en Oriente Medio (con sus mitos asociados: democracia, desarrollo, libertades) reforzaba la radical alteridad destructiva de los árabes que se oponían a la colonización:
En su resistencia a los colonialistas extranjeros, el palestino es o un salvaje estúpido o una masa despreciable desde un punto de vista moral y existencial. […] Los árabes, que son los habitantes de la tierra [palestina] tienen derechos más limitados: no pueden inmigrar, y si parece que no tienen los mismos derechos es porque están «menos desarrollados». […] Hay árabes buenos (los que hacen lo que se les dice) y árabes malos (los que no lo hacen y, por tanto, son terroristas). Pero sobre todo hay árabes, y de ellos se espera que, una vez derrotados, se sienten obedientemente al otro lado de una línea habilitada por el menor número de hombres, en la teoría de que los árabes han de aceptar el mito de la superioridad israelí y no atacar jamás. (ibíd.: 404)
En los años siguientes, el conflicto palestino se agudizó con nuevos hitos como la guerra civil libanesa (iniciada en 1975), la invasión israelí del Líbano (1982) o la Primera Intifada (1987).
La Revolución iraní de 1979, y especialmente la crisis de los rehenes de 1979-1981, en la que 66 estadounidenses fueron retenidos en Teherán, supuso un hito fundamental en la construcción de nuevo enemigo terrorista racializado (Kumar, 2017: 61; Kundnani, 2017: 35) y favoreció la decantación de la amalgama árabe-islámica hacia el segundo elemento.
La revolución, aunque se diera dentro del particular contexto iraní (no árabe, chií…), se incardinaba en una tónica general de emergencia del islamismo político (Roy, 1996 [1995]; López García, 1997: 294-305) y de descrédito de los regímenes nacionalistas surgidos en la época postcolonial y dirigidos por las clases medias y los arribistas ligados a las poderosas estructuras estatales. Pero en ocasiones también era utilizado por estas para minar a una izquierda que había sido hegemónica en el terreno de la contestación política hasta los años sesenta y setenta. En ese contexto, el recurso a la religión o la tradición islámicas como elemento de legitimación de los discursos y las prácticas políticas se hizo cada vez más frecuente tanto en el campo político como en el campo del poder (Frégosi y Mohsen-Finan, 2005). La escenificación más clara de ese enfrentamiento y recambio de la izquierda por movimientos que hacían bandera del islam fue la sublevación en Afganistán contra el gobierno prosoviético y la invasión del país por la URSS en diciembre de 1979.
El colapso del bloque socialista (1989-1991) favoreció la reafirmación de la hegemonía estadounidense, que estaba en crisis desde mediados de los setenta. La devastación de Iraq durante la llamada guerra del Golfo (1991) fue la escenificación de que se inauguraba un «nuevo orden internacional», que se iría perfilando a lo largo de la década con la retórica del «choque de civilizaciones» (Huntington, 1993, 1996). También se concretó la construcción del nuevo enemigo islámico global que había comenzado en las décadas anteriores, y que acabaría cristalizando tras el 11 S y la «guerra contra el terror». La islamofobia es por tanto una ideología ligada a un proyecto imperial, igual que lo fue el racismo en la expansión colonial europea (Sheehi, 2011; Kundnani, 2017; Kumar, 2017), y su buen funcionamiento se debe a que armoniza con este y con un repertorio antiislámico de largo recorrido, que incluye todo el corpus orientalista colonial. La islamofobia permitió, entre otras cosas, despolitizar las resistencias musulmanas (o asimiladas) mediante una explicación culturalista del conflicto entre «el islam» y «occidente», una naturalización del terrorismo «islámico» como efecto del fanatismo y el odio y, en consecuencia, una legitimación de la violencia contra las poblaciones de cultura musulmana: «En otras palabras, el problema es «su» cultura, no «nuestra» política».(63)(Kundnani, 2017: 35).
Notas:
59, Un indicador del giro en la política estadounidense respecto a Israel es la exportación de armas, de acuerdo con los datos del Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI). En 1967 era de 124 millones de TIV (trend-indicator value: es la unidad de medida utilizada por el SIPRI, compuesta por diversas variables) y pasó a 600 millones en 1968 y 1210 millones en 1969. Desde entonces Israel es uno de los principales importadores de armas estadounidenses (SIPRI, 2017).
60 El grupo oriental de los países árabes ()اﻟﻣﺷرق.
61 «The study of the region or its languages, therefore, does not constitute its own reward so far as modern culture is concerned.»
62 El FPLP se dividió al año siguiente de su creación en tres grupos, uno de los cuales conserva hasta la actualidad el nombre original de la organización. Los tres formaron parte de la OLP.
63 «[…] in other words, the problem is «their» culture, not «our» politics.»
Extracto de la TESIS DOCTORAL “Islamofobia, racismo e izquierda: discursos y prácticas del
activismo en España” de Daniel Gil Flores